Es volver a los brazos de la Divinidad y fusionarse con ella. Hay varias formas de rezar, pero esta es la fusión más importante. La oración peticionaria, una que le pide a la Trinidad que le proporcione algo que necesita, es un nivel más bajo de oración. Pero el nivel más alto de oración es cuando el alma se abre al brillo de la eternidad, sorbiendo de esa luz como si fuera una fuente. Es la oración sin palabras lo que la Divinidad no ignora, porque el alma está unida con esta corriente de la que fluye toda la vida. También hay oraciones que usan palabras y conceptos, y equivalen a una oración sin palabras. El poder de nuestra oración nace bajo las alas de nuestra intención, y nada más. Es allí donde debemos girar si queremos calificar el valor de nuestra alabanza a la Divinidad. Cuando nuestra intención es el amor, la oración se convierte en el camino que nos lleva al trono donde reside nuestro verdadero hogar.
La oración nunca está contenida en nuestras palabras, sino en la devoción por la cual rodeamos nuestras palabras. Sin ese amor, no importa cuán hermosa sea la oración, porque está vacía y sin vida. Fue con esta energía que el apóstol Pablo habló cuando oramos desde el corazón, porque la sublimidad de nuestro amor se mezcla con nuestras oraciones y se llevan en las alas de los ángeles que vuelan al altar de la Divinidad. Sin amor, nuestras oraciones son como pesos de plomo que los ángeles no pueden llevar. Simplemente se dejan en el suelo y se olvidan, sin sentir nunca la suave brisa del cielo.
Extractos del libro
La Oración de San Francisco, de James F. Twyman
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