Tuesday 9 November 2021

DESEAR ES PLACER, EL DEBER ES FELICIDAD

Freud, Jung, Einstein, Frankl y otros pensadores modernos preguntaron: “¿Cuál es el significado de la vida? ¿Su razón última de ser”?

Freud declaró que es el placer, cuya máxima expresión está en la libido. Otros, sin embargo, ya han comprendido que el sentido de la vida está en el valor que se alcanza al obedecer el deber, cumplirlo.

La voluntad o el placer es del ego y depende de circunstancias externas, mientras que el deber es del Yo y es creado por la esencia interior. El hombre es objeto de los acontecimientos, pero es sujeto o autor de su propia esencia. El deseo le sucede al hombre, pero el deber es un trabajo que el hombre debe realizar. Querer es placer; el deber es la felicidad. El hombre es objeto de placer, pero es sujeto de su alegría.

Casi siempre hay un conflicto entre la voluntad y el deber porque el hombre aún no ha armonizado su ego con su Yo. Esta armonización tampoco es posible porque “el ego es el peor enemigo del Yo”, como dice la antigua sabiduría del Bhagavad Gita. El ego nunca hará un tratado de paz con el Yo. Afortunadamente, sin embargo, “el Yo es el mejor amigo del ego” y puede hacer un tratado de paz con él, armonizando el ego con el Yo, la voluntad con el deber. Y es precisamente en esta armonización de la voluntad del ego con el deber del Yo, se establece la verdadera felicidad, que es el sentido de la vida, la razón de ser de la existencia, la realización existencial del hombre.

Sucede que esta armonización del ego con el Yo sólo es posible en el caso de que el Yo, en abundancia, desborde benéficamente al ego, haciendo armoniosa la coexistencia del deseo con el deber, y esto es la felicidad perfecta. El ego solo conoce el placer y nada de la alegría, pero el ego integrado en el Yo comprenderá qué es la satisfacción.

Al principio, esta integración del ego en el Yo es un “camino ancho y una puerta estrecha”. Es sufrimiento y renuncia; al final, es un “yugo suave y una carga ligera”, que es la felicidad suprema.

El hombre integral comienza su itinerario evolutivo con sufrimiento, pero lo termina con gloria; su cielo de tristeza culmina en un paraíso de alegría.

Mientras el ego entre en conflicto con el Yo, el hombre es infeliz y trata de aliviar su infelicidad con toda clase de placeres y paliativos. Cuando la conciencia atormentada calla durante algún tiempo, drogada por el encanto, el hombre se cree engañosamente feliz porque disfruta en su periferia. Aun así, pronto, su ser interior clama de nuevo por la verdadera felicidad, pues ningún placer periférico puede reemplazar la alegría central, llegando al punto de sentirse existencialmente frustrado porque no ha alcanzado su plenitud existencial. La aguja magnética de su conciencia continúa invariablemente apuntando al norte de la verdad de su naturaleza humana, por mucho que intente desviar la brújula de su egoísmo en otra dirección.

En última instancia, la verdadera naturaleza del hombre no puede ser falsificada, porque su alma es crística por su propia naturaleza.

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