El Amor Crístico Universal es la denominación cósmica del amor que está libre de cualquier atadura, religión, raza, aspectos doctrinales o filosóficos, independientemente de intereses o grupos. El hombre crístico ama a todos, es solidario y fraterno, no es sectario pero universalista, receptivo a los diversos caminos que lo conducen a lo Alto, al encuentro con la Divinidad.
El Cristo Jesús, uno de los más grandes representantes de este amor, nunca fue separatista y nunca fundó una iglesia ni instituyó el sacerdocio. Nunca perteneció a ninguna carrera eclesiástica oficial, que aún hoy desagrada a los religiosos; enseñó las verdades divinas que pueden transformar el mundo, estando fuera de cualquier clero; era un independiente, universalista, habiendo reunido como seguidores de su sublime ministerio a los humildes pescadores. Para él, el verdadero sacerdocio dependía de la bondad de los sentimientos y de los hechos concretamente realizados.
Jesús no exigió nada para alcanzar la perfección. El sacrificio solicitado fue el que destrozó el orgullo, las vanidades y las pasiones. Es espíritu, sentimiento y corazón: sin chivos expiatorios, sin ofrendas, sin rituales, sin observancias, sin manifestaciones externas. Su código religioso es la bondad y la moralidad, que deben ejercerse. No es la adoración exterior, el homenaje, la fuerza de los misterios ocultos lo que eleva al ser, sino el culto íntimo de cada uno validado por las obras realizadas. Respetaba todas las formas de ceremonias, pero, como terapeuta cósmico, médico de las almas, no prescribía ninguna ceremonia como esencial para la perfección y el mérito del espíritu.
El hombre todavía no puede despojarse de las formas, las exterioridades, los instrumentos de la fe. El Evangelio no los condena y es posible hacerlos sin contradecir las enseñanzas de Jesús. Deben realizarse como medio de culto para la introspección interior y veneración de la Divinidad verdaderamente espiritual, estimulando y no como premisa de una obligación esencial para la salvación de las almas, ni como prerrogativa de ninguna institución religiosa.
Jesús siempre valoró las obras, los logros. Y es tan cierto, que nunca estuvo atado a ningún templo, siendo todo su logro - mientras estaba en la tierra - en el campo, en medio de la gente, al aire libre y sujeto a los elementos de la naturaleza. Su templo era el Cosmos, el Universo; la bóveda celestial su sostén principal; y su altar era su amor por todos los que lo rodeaban.
Y realizar el espíritu crístico es amar desinteresadamente, levantarse por el propio sacrificio, caminar con igualdad y fraternidad entre los demás; ofrecer el culto interno de veneración a los Poderes Cósmicos; prevaleciendo en el corazón el sentimiento de humildad; conocer la falibilidad como una criatura sumergida en el cuerpo denso de la carne; a la conquista individual, comprometidos con la verdad y con la interiorización de Dios por el mérito de las buenas obras.
Cristo Jesús, cuando llamó a los justos a su derecha, habló: “Porque diste de comer al hambriento y de agua al sediento, al peregrino un lugar para descansar, vestiste al desnudo y visitaste a los enfermos y presos, ven, bendito de mi Padre”.
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