Decirle a un hombre que no peque porque el pecado es una ofensa para el Dios vengador de las teologías predicadas en las iglesias no lo aleja del mal, porque ese Dios, para él, se muestra distante, ausente, trascendente y ajeno a él mismo, especialmente si este hombre llega a saber que en realidad Dios no puede ser “ofendido”, herido, y que este Dios había estado muerto durante muchos milenios, por tantas “ofensas” que recibe diariamente, y si hay otros mundos habitados por seres conscientes y libres capaces de pecar también, Dios debería llevar una vida muy problemática e infeliz bajo el peso de tantos golpes.
Solo el hombre que ha alcanzado la verdadera concepción de Dios, de lo conocimiento de si mismo y su alma como una gran unidad cósmica, el Infinito de la divinidad revelada en el hombre finito, solo él tiene un motivo suficientemente poderoso para no ofender a Dios, porque solo entonces puede evitar ofender a él mismo, su alma divina, degradando su personalidad, digna de un inmenso respeto por ser “un participante de la naturaleza divina”.
Sugerir al hombre desprecio por sí mismo es abrir la puerta a la autodegradación; porque si se considera malo por naturaleza, no le importará que descienda unos pasos más abajo en la escala de su maldad. La convicción de ser malvado es el preludio de ser peor, y este preludio es la víspera de ser malo. Ser malo es la conclusión lógica de una premisa pesimista. Pero si el pecador sabe que, aunque dinámicamente es malo, es potencialmente bueno, y que esta bondad potencial profunda puede convertirse en una gran bondad dinámica, entonces tiene todas las herramientas en su mano para encontrar una salida al oscuro hábito del mal, hacia el destello de luz de una bondad cada vez mayor y más radiante.
Si María Magdalena, a menudo citada en el Evangelio y etiquetada con malicia por la iglesia como la “pecadora pública poseída de siete demonios”, no hubiera creído en su pureza latente, ni Jesús podría haberla purificado porque no habría un acercamiento, una sintonía, es decir identidad entre él y ella.
Todo hombre que conoce la verdad, la “verdad liberadora”, cree firmemente en el Cristo redentor, pero también sabe con la misma certeza, como Pablo de Tarso, que “el Cristo vive en él” y que este Cristo interior, aunque todavía latente en el fondo de un bote agitado por las tormentas de la vida, puede despertarse en este hombre, levantarse soberano y ordenar los vientos y los mares furiosos, y se hará una gran bonanza en el alma de este hombre, porque el Cristo que duerme en él ha despertado.
Llegará el día en que, a pesar de la visión positiva pero melancólica de algunos, la cristiandad entrará en una nueva fase de comprensión del cristianismo genuino e integral.
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