Es una de las ideas más absurdas pensar que la muerte puede hacer al hombre lo que la vida no pudo hacer. Nacer y morir son meras realidades objetivas que, por sí mismas, no afectan su destino real. En un nivel superior de conciencia, solo una vida intensa pone al hombre en contacto con mundos más reales. Por tanto, nacer y morir son determinismos externos que dependen de factores ajenos a su verdadero ser.
El hombre nace por voluntad y misericordia de sus padres; vive gracias a la comida asimilada; muere por enfermedad, accidente o longevidad. Sin embargo, nada de esto toca su verdadera realidad, que es su libre albedrío, su autodeterminación, este misterioso y glorioso “poder de ser la propia causa”.
Einstein y todos los que piensan lógicamente dije que “desde el mundo de los hechos (ciencia), no hay camino al mundo de los valores (conciencia), porque vienen de otra región”, dejando claro que el valor es una creación del libre albedrío, que no ocurre por defecto porque es producto de la voluntad. Un hecho es simplemente un acontecimiento histórico en el que el hombre es un objeto pasivo, pero no un sujeto activo. De los valores, el hombre es el autor, pero de los hechos, es solo un espectador.
La creación de valores depende del libre albedrío, ya sea dentro o fuera del cuerpo material. En cualquier parte del Cosmos, en cualquier entorno: material, etérico, astral, causal, mental, etc., el libre albedrío funciona. Un entorno que puede facilitar o dificultar el ejercicio de la voluntad de crear valores. Sin embargo, ningún entorno puede hacerlo imposible; en cualquier entorno, dentro o fuera del mundo material, se puede decir, como el poeta inglés de “INVICTUS”: “Soy el amo de mi destino, soy el capitán de mi alma”.
Por tanto, la “región” de Einstein mencionada es la autodeterminación del libre albedrío, que no depende de ningún hecho objetivo; la sustancia del Yo es independiente de las circunstancias del ego tiránico.
INVICTUS
Más allá de la noche que me cubre,
negra como el abismo insondable,
doy gracias al dios que fuere
por mi alma inconquistable.
En las garras de las circunstancias
no he gemido ni llorado.
Sometido a los golpes del destino
mi cabeza sangra, pero está erguida.
Más allá de este lugar de ira y llantos
donde yace el horror de la sombra,
la amenaza de los años
me halla, y me hallará sin temor.
No importa cuán estrecho sea el camino,
ni cuán cargada de castigos la sentencia,
soy el amo de mi destino,
soy el capitán de mi alma. William Ernest Henley (1849–1903)
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