Cuando el hombre alcanza la cima del amor, desciende simultáneamente al abismo más profundo del sufrimiento.
El dolor y el amor son conceptos relacionados, es decir, son los dos polos sobre los cuales gira toda la vida superior.
El amor doloroso le da al alma la clarividencia más intensa de la que es capaz.
En el apogeo de esta sensibilidad espiritual, el hombre alcanza la zona mística de las grandes intuiciones, que no tienen nombre en los vocabularios humanos.
Este estado es esencialmente anónimo.
Dios es el rey de lo anónimo, por eso los hombres le dan tantos nombres, porque ninguno de ellos define lo indefinible.
Paulo de Tarso intentó definir el estado anónimo del hombre inmerso en la atmósfera de la Divinidad indefinible, pero terminó confesando que lo que había escuchado eran “dichos indescriptibles”.
San Agustín buscó alcanzar lo intangible: no se resistió y se desanimó, gimiendo bajo el peso de su incompetencia.
Teresa de Jesús, Juan de la Cruz, Meister Eckhart y muchos otros hablan de “oscuridad luminosa”, “soledad sonora”, “el desierto silencioso de la Divinidad”, el “vacío de plenitud” y otras paradojas que no dicen nada, y que todos intentan descifrar...
Uno de los intoxicados con la Divinidad llega a decir que este estado místico es un “no nacimiento”, y esta palabra es una de las más felices y verdaderas.
Por nacimiento, el hombre se materializa: es necesario no nacer para la materia para renacer para el espíritu.
Nacer, no nacer, renacer: este es el resumen biográfico más claro del hombre espiritual.
En la intuición mística más sublime, el hombre ya no piensa en Dios: se integra en la Divinidad silenciosa, así como una pequeña gota de agua se diluye en un vaso de vino.
Vive saturado de Dios, como una esponja arrojada al mar.
Emigró de sí mismo e inmigró a Dios...
Incluso el aspecto externo del hombre es diferente; mismo si no quiere y no sabe, su alma se refleja en el semblante, en los gestos, en la mirada, en el timbre de la voz, en toda su actitud...
Su mirada adquiere algo vago, distante, neutral... No fija sus ojos en nada más... No los mira con interés... Se desliza sobre ellos, como acariciándolos con sus pupilas.
El hombre espiritualizado y místico no odia a ninguna criatura, ni se enamora de ningún ser...
Atraviesa el mundo aureolado de una benevolencia serena, neutral e incolora, que toca ligeramente, como una pluma, la superficie de las cosas que lo rodean: aquellas cosas que para el hombre profano no tienen nada que ver con el codiciado objetivo de la lucha diaria...
Su alma es como la superficie tranquila de un lago que no hace más que reflejar el brillo del sol y el azul del cielo, un alma que se eleva a las alturas contra la gran estrella, evaporándose imperceptiblemente...
También lo es el hombre espiritual y místico, cuando entra en la atmósfera de la Divinidad anónima...
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