Donde no hay luz no hay vida, belleza y alegría. Sin la luz todo está muerto, feo, triste.
Lo que el hombre profano llama vida, belleza y alegría es como la luz pintada en un lienzo de museo, pero no es la luz verdadera. La luz más perfecta pintada sobre un lienzo no ilumina ni calienta; es una luz ilusoria, ficticia. Un fuego pintado así, no proporciona luz ni calor, pero la llama de un fósforo produce este efecto. La diferencia entre luz natural y luz artificial, entre luz verdadera y luz pintada, no es una cuestión de cantidad, sino de calidad. Con la llama de un fósforo podemos prender fuego a un bosque entero o encender una habitación pequeña, pero con luz pintada artificialmente, no podemos encender ni calentar.
Cualquier chispa cuando encuentra suficiente combustible produce fuego, que es una reacción en cadena de carácter molecular, y mientras haya combustible, el fuego no se apaga.
Lo mismo es cierto en el mundo metafísico, donde la reacción en cadena es ilimitada: es suficiente para que aparezca un ser humano iluminado, la iluminación y el fuego metafísico se propagan irresistiblemente. Hace más de dos mil años apareció un hombre de esta naturaleza, de luz y fuego, que dijo: "Yo soy la luz del mundo", "¡Vine a prender fuego a la tierra y cómo desearía que ya estuviera encendida!". Y desde entonces, muchos humanos han sido iluminados por ese fuego. Es suficiente para que alguien se convierta en combustible adecuado, para ser iluminado por esta gigantesca conflagración cósmica de Cristo, esta reacción en cadena, este contagio de luz y fuego, cuando el hombre desarrolla en sí mismo esa receptividad necesaria para la iluminación.
El hombre profano está en la oscuridad o bajo una espesa sombra, porque está detrás de una pared opaca, que se eleva entre él y la luz; vive en esa oscuridad y no sabe nada de la luz.
El místico llegó a saber que hay luz al otro lado de la pared opaca y, deseoso de la luz, decide derribar esa pared, que es el mundo material y del cual su propio cuerpo y todas las cosas del ego son parte.
Sin embargo, el hombre cósmico descubrió una tercera alternativa: no está detrás de ningún muro opaco, ni ha derribado ese muro, sino que, debido a que está tan iluminado, ha hecho que este muro sea transparente. Este hombre despertó en sí mismo un poder de sabiduría tal que logró que la pared divisoria entre él y la luz fuera transparente; hizo de la pared opaca un prisma cristalino, a través del cual penetra la luz incolora que se convierte en la maravilla de los colores del arco iris, embelleciendo todas las cosas en su vida. Pero, para iluminar el muro divisorio de las cosas mundanas, él mismo debe haber intensificado su receptividad a la iluminación en máximo nivel.
La luz es incolora.
El prisma de cristal tiene tres caras.
Y el resultado de esa reunión forma los colores del arco iris.
El alma, la mente y el cuerpo, este prisma triangular, cuando se vuelven perfectamente transparentes, pueden transformar la luz blanca de Cristo en la maravilla multicolor, como sucedió con Jesús, a través del cual se manifestó el Cristo cósmico, y su personalidad parecía "plena de gracia y verdad".
Cuando la Palabra de nuestro Yo esencial crístico ilumina al hombre, el ego puede transformar esa luz en oscuridad, así como puede hacer del ego, la criatura más bella de Dios.
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