En estas breves palabras de Jesús, va toda la filosofía espiritual del cristianismo.
La
humanidad occidental ha estado tratando de comprender a Cristo y su Evangelio
durante más de dos mil años, pero este intento no tiene esperanzas de un
resultado positivo hasta que el hombre haya cambiado radicalmente su nivel de
conciencia y perspectiva. Y este cambio no se refiere a tales ni a qué aspectos
periféricos, sino que requiere una nueva actitud central ante la propia
realidad metafísica, eterna, absoluta. No tiene sentido remendar las “ropas
viejas” de la teología tradicional, coser un “parche nuevo”. Es necesario e
indispensable que el hombre se deshaga de esta “ropa vieja” por una prenda
completamente nueva, que no necesita parches. No almacenar el “vino nuevo” del
espíritu cristiano en los “odres viejos” del cristianismo tradicional, y tener
la audacia de producir recipientes nuevos y limpios para el vino fuerte y
generoso del Evangelio.
Hasta
que la humanidad pase de la ideología obsoleta, hipócrita, egoísta, fragmentada
y multisecular de la horizontalidad físico-mental a la nueva verticalidad
espiritual, no comprenderá a Cristo y su Evangelio.
Según
la filosofía empírica occidental tradicional, el único concepto sólido y real
es este mundo material que los sentidos perciben y cuyas leyes la mente concibe
y calcula. Si, además, se admite alguna otra realidad no material, esa otra
realidad es sólo una cosa lejana, vaga, fragmentada, precaria, algo que se cree
en momentos de buena voluntad y emoción espiritual, pero de lo que no se sabe
nada de experiencia inmediata. El hombre cree en el
mundo espiritual, más por convención que por convicción; cree porque escuchó o
leyó sobre este mundo invisible; cree, casi por debilidad o para hacerle un
favor a Dios. De las realidades del mundo material y sus leyes, el hombre tiene
cada día una noción directa y concreta, mientras que, en el mundo espiritual,
sólo ecos lejanos, reflejos indirectos e inciertos, que no están en condiciones
de tener un impacto decisivo en la vida humana, o incluso superando la
intensidad de sus experiencias físico-mentales.
La fe
humana no representa el 1% de la fuerza total de su “percepción”, y por eso es
inevitable que el péndulo del equilibrio de la vida terrestre se mueva
invariablemente hacia el lado de los sentidos y el intelecto, y no hacia el
lado del espíritu o de la razón. El mundo espiritual de la fe es, para el
hombre, una especie de bella teoría que respeta, pero no una realidad tangible
que pueda practicar y amar. Es un “fuego pintado”, pero no una llama real; un
fuego pintado por un artista sobre un lienzo que no prende fuego a nada,
mientras que con la más pequeña de las llamas reales se pueden prender grandes
fuegos.
Ahora
bien, ¿cómo puede el mundo espiritual, que es el alma del Evangelio, hacerse
tan real y eficaz como el mundo material? ¿Tener un impacto decisivo en la vida
humana? ¿Llegar al punto de suavizar y aligerar lo que ahora es amargo y
pesado? Si el hombre pudiera materializar tal aventura, no hay duda de que la
vida humana se transformaría por completo; el hombre viviría hoy y ahora el
reino de la felicidad en medio de su “valle de lágrimas”; incluso podría exclamar
como Pablo de Tarso que pasó por esta gloriosa experiencia: “Estoy muy animado;
en todas nuestras angustias mi gozo no conoce límites”.
¿Cómo
podría el hombre alcanzar este objetivo máximo en su vida?
Dejar
de ser “Marta” y convertirse en “María”; dejar de ser solícito y turbado por
las “muchas cosas” del nivel horizontal y de sentarse tranquilamente a los pies
del Maestro asombrado por la profunda verticalidad de “lo único necesario”,
intensamente real, que no pertenece al tiempo y al espacio, ilusorio y
transitorio, pero eterno, y que, por eso mismo, “no será quitado”.
Cruzar
ese límite invisible, superar ese inmenso abismo, atravesar esta crisis
redentora, saber por experiencia personal e íntima cuál es esta parte elegida
por María que es infinitamente más real y grandiosa que todas las muchas cosas
de Marta: esto es la redención cristiana, es iniciación espiritual, es
renacimiento por el espíritu, es buscar el reino de Dios y su justicia, es
decir, ¡es la vida eterna!
No tener
tiempo o interés en esta única cosa necesaria, perder todo el tiempo e interés
en las muchas cosas innecesarias, esto es una insipiencia suprema, es ceguera y
torpeza espiritual.
Todo
lo que un hombre tiene o piensa que tiene le será quitado algún día; solo lo
que es, es lo que será para siempre.
Todo
lo que el hombre llama suyo, está sólo alrededor, fuera de él, ajeno a su
verdadero ser; nada de esto es él. Solo su Yo profundo y divino es realmente
suyo.
Las
cantidades que tiene Marta son ficticias, temporales; la cualidad de María es
real, eterna.
Marta
tiene muchas cosas, por eso está inquieta y perturbada.
María
es alguien, y por eso cae a los pies del Maestro, tranquila, serena, feliz.
Cuando
el hombre deja de tener muchas cosas y se convierte en alguien, entonces le
sobreviene una gran paz, que el mundo no puede dar ni quitar.
No
sirve de nada tener, es necesario ser.
Ser
incluye tener, pero tener no incluye ser.
El ser
es cualidad, es la causa, es la verticalidad, es la fuente; el tener es sólo
cantidad, efecto, horizontalidad, canal.
Cualquiera
que sea realmente alguien por su experiencia con Dios puede perder todo lo que
tiene porque sabe que no pierde nada; descubrió la matemática divina de que el más,
que es el ser, incluye al menos, que es el tener; y, como tiene Dios adicionado
en su ser, no necesita preocuparse por las cantidades. Puede renunciar
espontáneamente a todo lo que tiene, despojarse de todas las cantidades
horizontales que lo rodean, porque sabe que es millonario por lo que es, por la
verticalidad sublime y profunda de la cualidad en su interior. Este hombre
descubrió el reino de Dios dentro de sí mismo, y no necesita buscar
frenéticamente los reinos ilusorios del mundo fuera de él, porque sabe que
estos reinos están todos enraizados en Dios, en el Dios dentro de él, y que, si
quisiera poseerlos, los tendría a todos en gran abundancia. Este hombre
aprendió la sabiduría suprema de tener todos los efectos en la causa y dejó de
querer tener los efectos sin la causa.
Desde
la fortaleza de su visión cósmica, este hombre abraza tranquilamente todas las
periferias de los mundos que gravitan a su alrededor. Porque, poseyendo la
“única cosa necesaria”, posee todas las demás cosas, sin preocupación ni
perturbación, pero con la serenidad dinámica y la paz creadora con que el
hombre espiritual penetra todas las materialidades.
¿De
qué le sirve a un hombre tener algo, aunque sea el mundo entero, si no es
alguien, si sufre daño en lo que es, en su alma? ¿Tener algo puede redimir el
ser alguien? ¿Puede el menos crear el más? ¿Pueden las muchas cantidades
producir la única calidad?
Cuando un hombre comienza a comprender la sabiduría suprema de que las cosas en el mundo material no son primariamente reales, sino solo relativamente reales, y que solo el mundo espiritual es real en sí mismo, entonces pasa por el proceso de conversión, de superar los límites de la mente que lo mantiene atado a los grilletes del pasado, realizando en sí mismo la misteriosa alquimia espiritual. Deja de ser Marta y se convierte en María para que luego pueda ser María-Marta, un ser humano con la habilidad de afrontar las muchas cosas del mundo material sin preocupaciones ni perturbaciones y sin abandonar su lugar a los pies del Maestro.
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