La ética del hombre no siempre se corresponde con el grado de su mística, mientras todavía está en evolución espiritual. A veces, en sus altos vuelos místicos, tiene que llevar consigo el peso muerto de una ética aún sacrificada, fragmentada y precaria.
Tan densa es la opacidad de las muchas vidas del ego que la luz del Yo no puede, desde la etapa inicial, iluminar completamente las gruesas paredes de la encarnación egoísta del hombre, y esa incapacidad es el mayor tormento para el Yo esencial divino en el hombre que está a punto de volverse crístico. A veces su ego humano gime de cruel agonía, ante los tormentos de la vida y dice: “¡Padre mío! Si es posible, que me sea quitada esta copa de sufrimientos”. Pero pronto, su Ser divino exclama: “Sin embargo, quiero que se haga tu voluntad, no la mía”.
La ética del sacrificio es la lucha que enfrenta el hombre mientras busca su evolución espiritual. Esta lucha es impuesta por las circunstancias del entorno en el que vive, sus apegos y de todo lo que lo mantiene en esa zona de “comodidad”. El hombre nace libre, pero por dónde camina lleva sus grilletes ... aprisionado en su cultura, sus modales y costumbres, sus iglesias, sus conceptos y valores, y su relativa moral. Por tanto, al estar acomodado a este estado de circunstancias difícilmente podrá romperse sin el sacrificio de su ego tiránico. Y para que tenga lugar esta liberación, se requiere un intenso trabajo de autoconocimiento, para liberar la mente de esta escoria impuesta por el ego.
Thayumanavar, filósofo espiritualista, poeta y considerado un santo indio, afirma en uno de sus poemas:
“Puedes controlar a un elefante loco;
Puedes cerrar la boca al oso y al tigre;
Puedes montar un león;
Puedes jugar con una serpiente;
A través de la alquimia, puedes ganar tu sustentación;
Puedes vagar incógnito por el universo;
Puedes hacer de los dioses tus vasallos;
Puedes permanecer siempre joven;
Puedes caminar sobre el agua y vivir en medio del fuego;
¡Pero controlar la mente es mejor y más difícil!”
O, como dijo otro sabio: cuando el alma está en armonía con el universo, sus manos pueden guiar los pasos de un elefante, ¡con solo un pelo pegado a su trompa!
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