El verdadero significado de las palabras de Jesús no se puede conocer a partir de simples estudios y análisis intelectuales. El estudio y el análisis son útiles, y hasta cierto punto necesarios, pero no son suficientes para crear vida espiritual. Ningún santo, místico o vidente de Dios ha adquirido así su conocimiento del Reino de los Cielos. El poder que domina el mundo, el entusiasmo religioso, la dinámica de los mártires y apóstoles, la valentía del verdadero místico que ignora lo imposible, la cruz transformada de símbolo de ignominia en epopeya de gloria, el positivismo de los grandes mensajeros del reino de Dios, nada de esto deriva de un estudio puramente teórico, sino de una conciencia intensa y profunda de la presencia de Dios. El hombre que no conoce a Dios intuitivamente, a través de la experiencia directa e inmediata, siempre tiene algo que temer, siempre tiene que especular y calcular meticulosamente, para que sus mezquinos intereses personales no sufran, y sus ídolos no sean arrojados de sus tronos, sino quien tiene contacto personal con Dios a través de la experiencia mística, no tiene nada que temer; la muerte misma, ese espectro ominoso para todo profano, no inspira terror al hombre espiritual - al iniciado en las cosas de Dios - porque ya vive la inmortalidad aquí en la tierra; si tiene cuerpo o no, ya que no importa, pues que sabe, y no solo cree, que no es su cuerpo, sino su alma. Y así, el hombre espiritual puede sumergirse, en el inmenso océano de los hechos por el reino de Dios, con la certeza de que no le pasará ningún daño.
Y todo esto supone que el hombre tenga una experiencia personal con Dios, que solo se adquiere en la oración o la cosmo-meditación, por tanto, es indispensable que el, que no quiera engañarse a sí mismo, se una con creciente intensidad, en Dios, hasta el punto de poder decir: “Yo y el Padre uno somos”, y vivir una vida de perenne comunión con Dios, que “reza siempre y nunca dejes de rezar”.
Para que la vida humana pueda transcurrir en esta atmósfera de conciencia de la presencia de Dios, es necesario que los iniciados de este arte dediquen un tiempo a la meditación diaria, durante la cual se aísla del mundo exterior y se retira completamente a Dios. Durante ese tiempo, el hombre debe imponer un completo silencio a sus sentimientos psicofísicos, enfocando su conciencia espiritual en la única Realidad, Dios, permitiendo que la Luz Eterna ilumine su alma, le dé fuerza y le haga cada vez más consciente de su identidad esencial con Dios.
Esta tarea de vaciamiento total del ego será un trabajo duro y, a menudo, el principiante se encontrará al borde del desánimo, sin ver ningún resultado visible. Sin embargo, continuando imperturbable y con intensidad creciente, verá su vida transformarse gradualmente, bajo la acción silenciosa de la levadura divina, y desde ese calor místico, sentirá que este tiempo de meditación eventualmente será necesario.
Inicialmente, esta luz divina se limitará al tiempo de meditación, y al regresar a la vida cotidiana, sentirá la extinción de la misma y la desaparición de la fuerza espiritual, a medida que se aleja de ese tiempo. Pero poco a poco, con la progresiva intensificación de la absorción en Dios, parte de esa luz divina se esparce por el resto de horas del día hasta quedar totalmente envuelta por esa claridad. Descubrirá entonces que, bajo este misterioso coloquio con Dios, las tareas diarias, incluso las más prosaicas y aburridas, acabarán volviéndose placenteras y envueltas en luz. Finalmente, quien medita se da cuenta de que todo es hermoso en este mundo de Dios cuando se lo coloca a la luz de la experiencia de Dios ...
Esta conciencia de la presencia de Dios es necesaria para la cordura espiritual del hombre y, por tanto, la única regeneración posible de la sociedad, ya que cualquier otro intento es ilusorio.
La verdadera vida de la meditación requiere disciplina, equivalente a la intervención quirúrgica en el organismo enfermo del alma. Quien medita dejará de ser pecador o dejará de meditar. O la meditación acaba con el pecado, o el pecado acaba con la meditación, ya que no es posible que puedan coexistir dentro de una misma alma. Son como fuego y agua, luz y oscuridad. El hombre no puede rezar de una manera y vivir de otra. La principal razón por la que la gran mayoría de los seres humanos no reza es que la vida que llevan no es compatible con el espíritu de oración, y porque es más fácil, bajo la ley de la inercia moral, abandonar la oración que dejar el pecado, es normal que el pecado continúe y que la oración sea sacrificada ...
La oración, o meditación cuando es genuina, implica la mayor sinceridad de la persona que ora, y su objetivo no es un intento infantil de cambiar la voluntad de Dios, sino un esfuerzo sincero por conformar la voluntad humana a la voluntad de Dios. El propósito de la oración no es ser peticionario, obtener algún objeto externo, sino curar al sujeto mismo porque quien está equivocado es el ser humano consciente y libre, con sus acciones y reacciones. Y este coloquio divino no es un sustituto del trabajo, es el trabajo más arduo de todos y, al mismo tiempo, el resorte secreto que impulsa la fuerza para todos los demás trabajos positivos y eficientes en la vida humana.
La iniciación espiritual de la humanidad y su progreso en este campo dependen esencialmente de la habilidad de orar. Dado que Dios es la única Realidad, cuanto más poderosa esa habilidad, más estrecha es la unión con Dios. La oración es el dínamo que genera todas las energías porque establece la conexión con la fuente divina; cortando la conexión con la fuente de luz, todas las luces se apagan. La razón por la que se experimenta el caos es por el abandono de la comunión con Dios. Todas las iglesias han perdido el espíritu sincero de oración, creyendo que pueden resolver problemas a través de conferencias, congresos y discusiones teológicas. Cualquier medida -política, económica, social, científica, etc.- es ineficaz si no corre paralela y se basa en una intensificación de la comunión con Dios, y esto es matemáticamente correcto, aunque sea considerado ridículo por los materialistas “eruditos” de este mundo, que piensan gestionar los destinos de la humanidad. Las iglesias no están cumpliendo su misión en este sentido. La teología escolástica prácticamente aplastó la intuición mística. Los eruditos han reemplazado a los santos. La inteligencia mató al espíritu. Muchos son los religiosos que saben cosas brillantes acerca de Dios, pocos son los hombres y mujeres crísticos que conocen a Dios porque una cosa es estudiar teología acerca de Dios, otra cosa es tener una experiencia de Dios.
La meditación elimina cualquier contenido del ego humano, en la certeza de que, donde hay un vacío, ocurre la plenitud. El vaciamiento total del ego produce inevitablemente la plenitud en Dios en la razón directa en la que se vacía. Esta plenitud no es obra del hombre; la obra del hombre es auto vaciarse; todo lo demás ocurrirá automáticamente en esa comunión divina.
Ciertamente, el hombre que no practica esta comunión con Dios regular e intensamente no es espiritual, y su actividad en el campo social no producirá resultados duraderos. Por eso, cultivar la vida en oración es el principal requisito para la regeneración de la humanidad. No hay problema insoluble para el hombre de oración.
Para los principiantes, es importante saber que este vaciamiento de la conciencia del ego sin mantener la conciencia espiritual conduce a un trance que anula cualquier efecto espiritual. Quien medita debe estar 0% pensando y 100% consciente. El pensamiento es un proceso de continuidad mental, mientras que la conciencia es un estado de simultaneidad espiritual. El pensamiento continuo nos inquieta, la conciencia simultánea nos llena de profunda tranquilidad.
Después de un cierto período de meditación diaria, intensamente vivida, ocurren grandes descubrimientos porque quien medita, encontrará que está libre, o en proceso de liberación, de los dos mayores enemigos de la felicidad: el odio y el miedo. Encontrará que ya no odiará a nadie, ni le temerá a nada. Cualquier psicólogo, psiquiatra o psicoterapeuta de hoy sabe, como ya sabían los antiguos genios filosóficos y religiosos, que son estos dos factores, el odio y el miedo, los que enferman a un hombre, espiritual y psíquicamente, y muchas veces físicamente. Asilos, hospitales y cárceles son testimonios de esta verdad; y miles de hogares son verdaderos infiernos debido a estos traicioneros enemigos de la humanidad.
El odio y el miedo son procedimientos negativos del alma, y se sabe que toda acción o reacción negativa, cuando se alimenta, acaba envenenando a su autor. El hombre que odia se vuelve contra la persona de quien cree haber recibido una herida y que, por esto, considera su “enemigo”, busca pagar el mal con el mal, y posiblemente con la mayor dolencia física, la muerte. E ignora el hecho de que se inflige a sí mismo un mal mucho mayor que el que puede infligir a su llamado “enemigo”. La persona más afectada por el odio es siempre el sujeto, no el objeto de ese odio; ya que el sujeto es la causa activa y productiva del mal, y el objeto es solo la víctima pasiva que lo sufre. El objeto del odio puede, en el peor de los casos, perder su vida física, pero el sujeto del odio, en cualquier caso, ya sea que mate o no a la persona odiada, pierde la salud y la integridad metafísica de su Yo. El odio es un proceso reflexivo, no meramente transitivo; su acción destructiva no termina con lo odiado, sino que vuelve a lo que odia; el odiado es, a lo sumo, golpeado en la superficie, en la parte material, de su ego, mientras que el odiador recibe todo el impacto de esta terrible “bomba atómica” de su propia fabricación, que pretendía lanzar contra su “enemigo”.
“¡No pagues mal con maldad! ¡Ama a tus enemigos! haz el bien a los que te hacen daño”.
Algunos consideran que estos imperativos del Sermón de la Montaña son un idealismo ético, prácticamente imposible y absurdo. Estos ignorantes no saben que en estas palabras hay una alta filosofía práctica de la vida humana y la única sabiduría eficiente. Jesús sabía muy bien que no hay salud ni felicidad en el hombre que engendra odio y resentimiento.
El hombre crístico comprende esta sabiduría divina y ha abolido el odio y el resentimiento; no es enemigo de nadie, aunque otros afirman ser sus enemigos. Judas era enemigo de Jesús, pero Jesús no era enemigo de Judas, tanto que, en el momento de la traición, Jesús lo llama “amigo” y le devuelve el beso de la traición con su sincera amistad.
Si no hubiera otra razón, valdría la pena practicar la meditación diaria para lograr este glorioso estado libre de odio.
¿Exención del odio? No, es mucho más que eso: es el verdadero amor por todos los seres, humanos y no humanos. Y este amor no es meramente un sentimiento emocional, ni el efecto de un simple adoctrinamiento teórico o un arreglo artificial cuando sea necesario: es el resultado espontáneo de la intuición de la Verdad; pues el iniciado es el vidente de la Verdad absoluta, de la Realidad eterna; sabe por intuición que todos los seres son sus hermanos, más o menos avanzados, como tan magníficamente se expresa en el “Cántico del Sol” de Francisco de Asís, uno de los hombres más perfectamente crísticos que conoce la historia; este iniciado sabe que todos los seres del universo son descendientes del mismo Padre, efectos de la misma Causa primaria. Ama lo que Dios ama, ¿y cómo no hacerlo si se identifica con el Amante divino de todos los seres? ¿Cómo podría un hombre cometer el abominable sacrilegio de odiar a cualquier ser sabiendo que ese ser es el objeto del amor de Dios?
Este amor universal que anima al iniciado es, por tanto, el resultado infalible de su intuición cósmica. La vasta horizontalidad de su ética se basa en la profunda verticalidad de su metafísica. El amor practicado es el resultado de la verdad que vive. Y por eso su ética no es dolorosa, sino fácil.
Ésta es también la razón por la que el hombre crístico no conoce el miedo. El miedo supone ignorancia, pero el iniciado es el sabio por excelencia y sabe que nada puede dañarlo, ya que ningún ser puede frustrar la consecución del destino eterno, y es por eso que el hombre espiritual, vidente de la verdad, vive sin miedo. Las “desgracias” que eventualmente afectan su vida no son más que tormentas superficiales, ya que las profundidades de su océano interior permanecen siempre en paz. Y porque es un hombre de paz, no tanto por lo que dice o hace, sino por lo que es, comprende el sentido profundo de las palabras de Jesús: “Bienaventurados los pacificadores, porque serán llamados hijos de Dios”.
Después de que un hombre ha practicado con intensidad su comunión diaria con Dios, encontrará que la luz de la meditación se atenúa gradualmente a medida que regresa a sus deberes profesionales. Y esto lo llena de tristeza porque le gustaría vivir en esa luz divina todo el tiempo, casi envidiando el destino de los ermitaños que pasan su vida en meditación perenne, como en un éxtasis permanente de alienación de las cosas del mundo. Sin embargo, renuncia a ese deseo y sigue cumpliendo fielmente sus arduos deberes profesionales, que le parecen comunes después de la meditación.
Pero, a medida que avanza su progreso espiritual, esa luz divina continúa persistiendo parcialmente durante el día, proyectando reflexiones en el ámbito de sus obras comunes, iluminándolas. Y, por la razón directa de que estos reflejos se van intensificando, este hombre encuentra que sus quehaceres cotidianos, incluso los más tediosos y desagradables, dejan de ser y adquirían placer. Se dice que el hombre espiritual no es práctico e ineficaz en las cosas del mundo, porque no puede interesarse al mismo tiempo en las cosas del espíritu y de la materia. Pero el hombre de meditación encuentra lo contrario: descubre que su labor profesional gana en eficiencia y dinámica en la razón directa de su espiritualización. Es que ahora hace el mismo trabajo con la máxima dedicación que una vez hizo con indiferencia, por mera obligación y una forma de vida indispensable. Esos mismos trabajos, sus tiranos de ayer, son sus amigos hoy porque la inmersión diaria en el mundo de Dios le da sentido a todo. Este hombre resolvió el problema de la vida que asola a millones de desgraciados que odian el trabajo que realizan, descubriendo el secreto de amar sus deberes profesionales.
El hombre de meditación diaria también descubrirá que está completamente seguro de la existencia de Dios y de la vida eterna. En el pasado, este hombre buscó adquirir esta certeza a través de procesos silogísticos y especulaciones intelectuales. Formó argumentos uno al lado del otro, como un viajero que lanza piedras al cauce de un río para llegar a la orilla opuesta, saltando de piedra en piedra. La cadena silogística que forjó para capturar a Dios en las sutiles mallas de su red filosófica era impecable, pero descubrió que Dios no era el resultado de ningún análisis intelectual, que Dios no aparecía bajo la lente del microscopio electrónico más poderoso, ni tampoco ¿Se encontró en el fondo de tubos de ensayo y crisoles, ni en fórmulas químicas ... Él convenció, después de muchas decepciones, que Dios y la vida eterna no son verificables por el análisis intelectual, sino por la gran intuición espiritual de la vida correctamente vivida, y no de un silogismo correctamente construido.
La certeza espiritual no proviene de pruebas y demostraciones, proviene de la experiencia íntima de cada ser humano, en las cosas del espíritu. Quien medita, descubre esta fuente eterna de toda religión. Comprende la certeza que tenían los grandes genios religiosos de Dios y de la vida eterna. Y esta certeza le da al iniciado un profundo sentimiento de poder, seguridad, tranquilidad y felicidad, que los profanos e inexpertos no tienen ni idea. A menudo, este hombre tendrá que escuchar a los dogmáticos que esta “certeza” es solo un hermoso espejismo e ilusión subjetiva; que la verdadera certeza proviene de la obediencia incondicional a la autoridad eclesiástica. El iniciado sabe que su certeza es sólida y válida, aunque no es capaz de comunicarla a quienes no han tenido la misma experiencia.
Jesús no logró convencer a los doctores de la iglesia de lo que sabía sobre el reino de Dios. Es que sintió a Dios, mientras que los líderes de la sinagoga solo sabían ciertas cosas sobre Dios. Ningún iniciado puede transmitir al profano lo que sabe, ya que las experiencias directas no son transferibles. Si lo fueran, existiría la posibilidad de “contrabando” o intrusión ilegítima en el reino de Dios, pero ese reino, sin embargo, es el único donde no hay contrabando ni ilegalidad. No puedo pasar un poder a nadie, ni puedo encomendar al ministro o sacerdote de mi iglesia que tenga experiencia divina en mi lugar, y luego transferirla a mi cuenta personal, ya que esto es contrabando, extorsión. Mis amigos y seguidores, cuando están más avanzados que yo, pueden ayudarme en esta aventura, pero no pueden hacerlo por mí. En última instancia, soy yo quien debe encontrarme con Dios cara a cara, en profundo silencio y soledad.
Es así como el iniciado en la meditación descubre que la libertad personal y la certeza espiritual, dos cosas aparentemente incompatibles, se funden en una gran síntesis y en perfecta armonía.
La experiencia más extraña de quien medita es la aparición de una voz misteriosa que, a pesar de su profundo silencio, se revela. Esa voz íntima se escucha cada vez que el hombre corre el peligro de deslizarse a un nivel inferior o de asumir compromisos ambiguos con el mundo profano. Al principio, es débil, imperceptible, pero a medida que él afina su oído espiritual en la meditación concentrada y la rectitud de la vida, escuchando el silencio del alma, notará que esta voz es más fuerte y se vuelve cada vez más intensa, llegando a conviértete en un verdadero guía y ángel tutelar. En un momento de duda, le basta concentrarse por unos momentos, deshacerse de todo egoísmo personal, y pronto tendrá una respuesta a su duda y el camino a seguir. Esa voz íntima es Dios que se revela a través de la conciencia humana. Pero debe acostumbrarse a escuchar la voz de la conciencia, y no interpretar el mensaje, falsamente, ya que esta falsificación puede ocurrir cada vez que él busca aprovecharse personalmente de sus acciones, en el interés particular de su ego. Por eso, quien medita debe despojarse de todo motivo egoísta cuando escuche la voz de la conciencia, de lo contrario, tomará sus deseos subjetivos por la revelación de Dios.
Sin embargo, es difícil el desapego del ego y supone una íntima sinceridad. A los seres humanos les gusta engañarse interpretando sus deseos a través de la voz de la conciencia. Pero el hombre honesto, que evita las maniobras del ego, está libre de peligros y, siguiendo el camino indicado por el misterioso monitor interior, llegará indefectiblemente al reino de Dios.
Paralelamente a estos gloriosos logros asegurados por la meditación profunda, hay un proceso de liberación gradual de la tiranía del ego y del medio ambiente.
El hombre profano ni siquiera sabe cómo está esclavizado, ya que vive anestesiado por el vacío de su ajetreada vida, no solo por las circunstancias externas del entorno social sino por las circunstancias internas de su ego físico, mental y emocional. Pintó con oro las barras de su prisión y está convencido de que vive en un palacio en completa libertad. Se ha acostumbrado tanto a esta prisión que adora a sus tiranos mentales y emocionales.
Sólo después de haber vislumbrado la verdadera libertad, cuando se da cuenta de que está prisionero y siente el deseo de liberación, suspira afirmando la soberanía de su sustancia divina sobre todas las tiranías de las circunstancias humanas. Sólo entonces comprende el significado de las palabras de Jesús: “Conocerás la verdad y la verdad te hará libre”, por lo tanto, liberándose al ver la verdad sobre su ser, y la libertad es felicidad. Ya no piensa a través de la mente de los demás; una nueva intuición espiritual reemplazó al antiguo análisis intelectual; ahora es un cosmo-pensado y no un ego-pensado.
Sabe lo que es esencial y lo secundario en la vida diaria. Selecciona los hechos, las impresiones, los pensamientos. No da la bienvenida a todos por igual; acepta lo que favorece la verdadera evolución y rechaza lo inútil y perjudicial. Comprende que “ser alguien” no es un logro externo, sino un proceso orgánico interno, basado en el descubrimiento de la Verdad, de la cual la libertad y la felicidad no conoce el profano.
El hombre, una vez acostumbrado a esta comunión diaria con Dios, ya no puede vivir sin ella. Solo de hombres de esta calidad puede la humanidad esperar guía y redención en medio del caos en que se encuentra.
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