Un hombre interiormente bueno, mucho antes de pronunciar una palabra, ya ha actuado de manera saludable sobre sus semejantes. Por otro lado, un hombre que oculta la falta de armonía, la impureza, la ausencia de sinceridad, un espíritu de interés o ambición en lo más profundo de su ser, siempre ejercerá una acción que corrompe y contamina a los demás, incluso si no hace propaganda explícita sobre sus ideas, porque el peor contagio es la corrupción íntima de su personalidad. Y por mucho que un hombre así hable de la belleza, la virtud y la grandeza de la Creación, todo su celo dejará a los oyentes indiferentes y fríos, si no los lastima y ofende.
No importa cuál sea la vocación o posición social del hombre interiormente bueno; lo que importa es que revela su alma, y esto es posible incluso en las condiciones más desfavorables. La verdadera grandeza del hombre y su mayor poder son independientes de la materia, el tiempo y el espacio. Dondequiera que un hombre bueno vive, ora, sufre y muere, íntimamente puro y santo, hay un enfoque divino, un centro de energías espirituales, y ondas vibrantes irradian a través de la Tierra tan sutiles y difíciles de medir y definir, pero que existen, y si estos hombres fueran muchos, quizás estas emanaciones psíquicas tomarían una forma más concreta y tangible, extendiendo un aura de paz, grandeza y armonía en toda la atmósfera de la tierra.
Todo hombre, cuando no está debidamente espiritualizado, vive en la extraña ilusión de que su influencia en otros hombres proviene de sus palabras o sus actos externos, porque piensa que es su conocimiento, su experiencia, su elocuencia lo que conduce almas del error a la verdad, de la oscuridad del mal a la luz de la virtud. Y es muy difícil sacarlo de esa ilusión. Es el último y más arduo capítulo de psicología, pedagogía y también de la vida espiritual, convencernos íntima y profundamente de que no es nuestro conocimiento o poder lo que hace a los hombres mejores, sino solo nuestro Ser. Lo que influye en los demás, lo que los mueve, sacude, arrastra, ilumina, convierte, santifica, es, en última instancia, nuestra personalidad santa y pura, y no nuestra actividad ardiente y llamativa.
Dondequiera que, en la inmensidad de la Tierra, haya un poderoso enfoque de carácter y cualidades propias, hay un centro de salvación para la humanidad. E incluso si esta central de energías espirituales está sufriendo anónima en una cama de hospital, o se reclina tras las rejas oscuras de un claustro, o se pierde en la soledad de la selva amazónica, en los desiertos de África o en los glaciares de Alaska, ¡no importa! Este enfoque actúa poderosamente en la humanidad. Es suficiente que de hecho exista y tenga el potencial necesario.
Si el hombre es capaz de actuar a grandes distancias por medio de ondas cortas o largas de equipos electrónicos, ¿quién se atrevería a negar la existencia de radiaciones psíquicas emitidas por ciertas almas dotadas de un potencial espiritual muy alto, dotado de una personalidad poderosa? ¿Son las ondas físicas más poderosas que las ondas psíquicas? ¿Sería superior al espíritu? ¿Tendría nuestro conocimiento científico un rango de acción más amplio que nuestra voluntad moral?
Los analfabetos y los principiantes de la vida espiritual tienden a dar una importancia excesiva a sus actividades externas y sus actos pasivos, mientras que el iniciado y el maestro en las disciplinas del espíritu centran toda su atención en el elemento interno e inmanente de su Yo personal.
A cualquiera se le permite hacer algo: ser alguien es un privilegio de la personalidad.
De ahí esa serenidad y tranquilidad imperturbable del hombre verdaderamente espiritual. No se apresura, no es impaciente ni nervioso; aunque está en plena peregrinación a lo más alto, siempre se encuentra al final del viaje, ya que sabe que su valor e influencia son independientes del tiempo y el espacio.
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